En el campamento de los yanquis se ha producido un tiroteo. A Dionisio Romero le han acribillado a balazos en este poblado de infraviviendas a las afueras de Madrid. Todos los vecinos saben que la cosa no va a acabar así, que en ese lugar la sangre se lava con más sangre. Y lo primero que se encuentra Javier Valenzuela al llegar al lugar de los hechos es a un chaval de 14 años que busca un cigarrillo para liarse un canuto y que palmea por bulerías. A partir de ese encuentro, el periodista reconstruye las formas de vida en el campamento de los yanquis, escenario de una de estas crónicas.
Las condiciones sociales que imperaban en las periferias urbanas a finales de los años setenta y comienzos de los ochenta se convirtieron en el caldo de cultivo de una juventud temeraria y sin límites. Muchos jóvenes encontraron en la transgresión social y en el bandolerismo desesperado la única salida a su situación. A este cóctel se sumó la heroína, una verdadera pandemia en aquellos años, lo que degeneró en una ola de inseguridad ciudadana y de pánico social. Muchos de aquellos jóvenes acabaron en la cárcel de Carabanchel, donde también se desarrollan algunas de estas crónicas, que se publicaron en El País durante los años ochenta y que exploran aquel periodo a través del diálogo cara a cara con sus protagonistas. El libro cuenta con prólogo de Amanda Cuesta, comisaria de la exposición Quinquis de los ochenta.
«Cada lunes, inspectores de policía comparecen ante Andrés Martínez Arrieta, juez de instrucción número 11 de Madrid. El juez les pregunta qué le ocurrió a Santiago Corella, el Nani, después de ser detenido e interrogado en la Puerta del Sol ahora hace un año. Y todos los que han declarado han sostenido la versión oficial: se les escurrió de las manos y está en paradero desconocido. Pero para su esposa y sus hermanos, el Nani, el primer desparecido de la democracia española, está muerto. Empezó a morir el día que atropelló a un policía.
Desde el último día de San José, Eva y Rubén guardan, amorosamente envueltos en papeles de colores, dos regalos realizados con sus propias manos en el colegio. Desde aquel Día del Padre han pasado ocho meses, y los chavales no han tenido ocasión de entregar esos presentes a su destinatario, Santiago Corella. Y tal vez no la tengan nunca. Tal vez esos regalos permanezcan años y años envueltos hasta que un día se quiebren, desaparezcan en algún traslado o alguien decida utilizarlos».